lunes, 26 de noviembre de 2007

Un mito de Sevilla

El otro día me contaron una anécdota de las que en la Ciudad Eterna (que no es Roma, Antonio, que es Sevilla) decimos que tienen mucho arte y que yo desconocía y seguramente tú no, porque sé que tiene por protagonista a alguien al que admiras. Hace referencia una de esas figuras sevillanas que alcanzan la categoría de mito aún en vida, y no te digo ná una vez muertos.

Y es que Silvio era de esos hispalenses (imagínatelo con toga y corona de laurel imperial) del que los demás no cansamos de contarnos anécdotas e historias. ¿Quién no ha contado alguna vez de Silvio? ¡que levante el dedo!. “Que si yo lo ví un día…..”, “que si lo escuché una vez que decía….”, “que si me han contao que Silvio…”. En definitiva, todo un universo de narraciones urbanas destinadas, de correr de boca en boca, a terminar noveladas y finalmente, con el paso del tiempo, a convertirse en leyenda.

Pues bien, sigo la costumbre, y paso a contarte dicha anécdota a la que, faltaría más, yo añadiré mi puntito de sal, para así contribuir, descaradamente, a que el potaje sevillano se imponga sobre lo que realmente ocurriría, que ya a estas alturas cualquiera sabe…

Lo que sí importa es que Silvio, una noche, llegado un momento en el que le vino la realísima gana, abandonó la eterna copa medio llena en el mostrador y dejó con la palabra en la boca a algún falso progre de turno (que hoy día, fijo, es alto cargo de la Junta), para salir a la calle en busca de un taxi. Una vez localizado el objetivo, y bien parado y templado, cual Faraón camero, Silvio se introdujo en el vehículo no sin antes tantear diez o doce veces buscando la manilla para abrir la puerta. No vamos a engañarnos Antonio, Silvio para variar llevaba un cogorza de las de no te menees.

Acto seguido y tras el saludo de rigor del taxista que lo conocía “Silvio, ¿cómo va la cosa?”, el Personaje, con mayúsculas, articuló a pronunciar una sola frase: “ar campo er Sevilla”. El taxista sorprendido de que se le requiriera tan extraño destino a aquellas horas de la noche, insistió, “¿a dónde Silvio?”. La respuesta tardó lo que tardaba el rockero en terminar una actuación cuando no tenía ganas de cantar: “ar campo er Sevilla, cojone”.

En el trayecto, Silvio guardó el silencio propio del genio que es consciente de estar a punto de ponerse el mundo por montera, y ello a pesar de los requerimientos del taxista por arrancarle algunas palabras que después contar, novelar y convertir en leyenda, como hoy hago yo, Antonio.

Llegado al destino, el taxi paró justo delante del Estadio sevillista, con sus luces apuntando hacia la fachada principal, la cual por juegos del destino se encontraba a oscuras. Silvio sacó la cabeza por la ventanilla trasera del taxi mirando hacia el frente, al mosaico enorme, grandioso, del escudo del Sevilla F.C.

Con el sempiterno pitillo en la boca, mirando y requetemirando el escudo de sus amores medio en penumbras fue cuando Silvio soñó, varios años antes, el gol imposible del portero suicida del último minuto, la elegancia de Kanuoté, las filigranas de Navas y los títulos que él no conocería.

Aquel éxtasis sevillista fue interrumpido por el conductor, seguramente verderón el muy canalla, de forma inoportuna, falto del más elemental sentido de respeto ante la Gloria, el pleno Nirvana, en el que aquel hombre se hallaba. “¿Nos vamos?”, a lo que el Excelentísimo Sr. D. Silvio Fernández Melgarejo, Mito de Sevilla por la Universidad de la Calle, sentenció…. “calla, y pon las largas”.

Lección Cofrade

A mi Amigo Antonio Colubi.

Yo he vivido, al igual que tú Antonio, muchas vísperas de Semana Santa mirando al cielo. Siendo de cofradía de Domingo de Ramos, y ante malas expectativas climatológicas uno siempre se ha encomendado a la Gracia y Esperanza de la Madre como otros a la Reina de la Encarnación. Pero esta Semana Santa era diferente, ya que no era yo quien iba a vestir el Domingo de Palmas el terciopelo verde de reminiscencias macarenas allá por la Puerta Osario.

En esta ocasión era mi hija, de siete años, la que haría por primera vez su Estación de Penitencia a la Catedral Sevillana. Pero no desde Sevilla, no, desde Triana, desde el Tardón. Y es que había sido abducida cofradieramente, ¡ahí va eso!, por mi hermana y sus primas hacia los naranjos níveos del Barrio León y hacia Áquel que de forma rotunda y firme rasga las vestiduras de la noche del Lunes Santo con dos palabras: “Ego Sum”. No hubo forma de convencerla para que desvistiera la túnica de esparto y las sandalias por la airosa capa romántica y los zapatos negros de hebilla de los nazarenos de San Roque.

De cualquier forma, es mi segunda Cofradía en el corazón, que no en la nómina, así que acepté sin más sus pretensiones de hacer la Estación de Penitencia con su tía y sus primas con la hermandad de mi barrio y no con la familiar.

Como te puedes imaginar se negó rotundamente a llevar una varita, y es que no hay nada más sevillano, Antonio, que la afirmación tajante, yo diría de tintes cesáreos, del niño hispalense que le dice a su padre: “Papá, yo salgo con cirio”, cuál paso del Rubicón del que siente llegado el momento oportuno de afirmar su destino romano, digo sevillano-cofrade, sin paso atrás posible.

Tengo que advertirte también que la pasada Semana Santa no fue precisamente de presagios climatológicos benignos, sino todo lo contrario, y más concretamente para aquel Lunes Santo se afirmaba agua y más agua. Por ello, y ante las ansias infantiles de ver Cofradías y la posibilidad más que probable que San Pedro hiciese de las suyas al día siguiente, el Domingo de Ramos estuvimos los dos ante el Señor Despojado de sus Vestiduras, y ante la Paz, Madre Hiniesta, Buena Muerte, el Señor de las Penas, Gracia y Esperanza, Estrella y Amargura. Siete horas viendo Cofradías. Antes de dormir la pregunta llegó taladrándome con la mirada como si yo tuviese en mis manos potestad ante nubes, vientos y aguaceros: “Papá, ¿mañana va a llover?”, “sí hija, dicen que va a llover, pero bueno, nunca se sabe….”.

Y no llovió, a pesar de los partes del “hombre del tiempo” o de las más modernas páginas de Internet, y allá que se fue vestida de inmaculada blancura a la Iglesia de San Gonzalo con el alma rebosada de ilusión y los bolsillos preñaos de estampas, medallas y caramelos.

Jamás olvidaré aquella Cruz de Guía. Cruz de Guía que nunca se repetirá para mí. Única ya en mi memoria entre mis más preciados tesoros. No habrá otra igual aunque inexorablemente se repita la Cofradía en el tiempo de Triana y Sevilla. Detrás de la plata de faroles y bocinas, ese día, entre las primeras filas de hermanos y delante de su tía, venía aquella niña de siete años con su Cirio rojo a cuestas.

Te puedes imaginar Antonio que no era aquella una visión majestuosa de foto de cartel de Semana Santa de Serrano, de esos que afloran en la Cuaresma por cualquier tasca de Sevilla bajo un sin fin de rótulos tertulianos. El cirio lo sostenía con las dos manos y muy inclinado hacia delante ya que no podía descansarlo en la cadera. ¡Cargaba con él como podía!, y claro, pensé sonriendo: “ésta no llega al Puente de Triana”.

San Jacinto, los globos, los caramelos, los niños (siempre los niños alrededor de Él), el río blanco entre las acacias al son de tambores de pequeños cigarreros. Entre saludos a los amigos y conocidos del barrio, cruzamos la frontera y llegamos hasta las mismas puertas de la Ciudad Eterna (que no es Roma, Antonio, que es Sevilla), y a la altura de la Magdalena me empecé a preocupar. “¿No querrá meterse en la Carrera Oficial, no?”. Me acerqué y me dio un rotundo “sí”.

Y allí que la dejé camino de las sierpes no sin antes colmarle la faltriquera con los caramelos que me quedaban. “Te recojo a la salida de la Catedral….”.

Pero el inexorable paso del tiempo que yo creí de mi lado jugueteó en mi contra. Cayó la tarde y ”mi” Cruz de Guía salió por la Puerta de los Palos con un aliado para ella que se reveló ante mí humilde pero terrible: ¡el pabilo del cirio estaba encendido!: la guerra estaba servida. De un lado una niña con hábito blanco armada con un simple cirio chorreante de cera; y de otro yo, con poderosas armas: mi posible capacidad de persuasión, el cansancio del Domingo de Ramos que haría mella, el paso de las horas, el frío….

Nula la capacidad de persuasión. Nulo el cansancio de mi hija que no el mío. Nulo el frío. Mis ejércitos caían derrotados uno tras otro. Baratillo, Reyes Católicos, subida al Puente de Triana, Altozano, Estrella, azulejo de la Virgen del Rocío de San Jacinto. Fueron pasando las calles, los lugares, las horas y las promesas de mi hija de abandonar aquél primer tramo cada vez más mermado por el lento y largo caminar.

Finalmente, ante mi insistencia para que abandonara la Cofradía a 200 metros de la Iglesia de San Gonzalo se libró la última batalla, y en ella fue cuando recibí, Antonio, la lección que me guardaba aquel Lunes Santo la mismísima Sevilla ataviada con túnica blanca de esparto. Con lágrimas que asomaban por los ojales del antifaz y con genio me dijo: “estoy cansada papá pero voy a llegar a la Iglesia como todos los demás”, al tiempo que señalaba hacia atrás. Miré hacia donde me indicaba, y despacio, despacio, volví a contemplar el reguero eterno de sus hermanos de capirote blanco entre luces de cera, reflejos de alpaca y sandalias cansadas en la oscuridad de la noche al tiempo que dos golpes secos de palermo ponían en marcha aquella Cruz de Guía. Mi hija levantó el cirio y comenzó a caminar tras el hermano que le antecedía. A lo lejos se distinguía, muy lejos, al Señor, repitiendo a Caifas: “Ego Sum”. Y comprendí.

Comprendí, Antonio, que había caído derrotado en la guerra más dulce que puede perder un sevillano. No sé quien llegó más cansando a casa, seguramente yo, pero los dos nos acostamos felices, ella soñando lunes santos de San Gonzalo, cera, Salud, tambores y caramelos, y yo en que mi hija es y será por siempre, hasta que el Señor del Soberano Poder lo quiera, cofrade.